miércoles, noviembre 29, 2006

Soldado que arranca, alarga la guerra

Por Valeria Nuñez

“Yo domino mis sentimientos”, dijo, y cerró la puerta. ¿Acaso yo no?, me preguntaba a mí misma, mientras buscaba un pañuelo para sacarme los mocos. No, definitivamente no. No soy capaz de no llorar cuando el hombre -que yo creía- de mi vida me cierra la puerta en la nariz, así como tampoco podía dejar de alegrarme cuando lo veía. Y descubrí que lo que Claus me refregaba como una virtud, para mí era el peor de los defectos.

Nunca he sido capaz de esconder mis sentimientos. Nunca. He sabido mantenerlos al margen, a la espera del pitazo inicial, pero no dejarlos en la banca. Mis sentimientos salen a la cancha y lo dejan todo en ella. Son soldados que siempre sirven para otra batalla. No les gusta quedarse en las trincheras, porque, tarde o temprano, el enemigo los pilla y les tira una granada. Y hasta ahí no más llegaron.

Poco a poco, me fui desencantando de este ser, en un principio tan perfecto. No puedo negar que cuando eligió a Doctrina y me dejó me sentí como la Torre Norte al momento del derrumbe. Pero sin caer. Si bien toda mi estructura se remeció, yo me mantuve en pie. Y muy a pesar mío, debo reconocer. Porque yo quería morir. Porque mi vida sin él -creía- no tenía sentido.

Y me humillé. Rogué. Maldije. Incluso blasfemé. Hasta que un día, de la nada, mirando los autos en la calle desde las alturas (la ventana de una micro) me di cuenta de algo que era evidente: él no me merecía. Me sentí iluminada. Algo que parecía tan simple, de una u otra forma, cambió radicalmente la manera como yo veía la situación. En un segundo, vinieron a mi mente todos los gritos, los golpes, las amenazas, las promesas sin cumplir, toda la mierda en la que me estaba convirtiendo, y al segundo siguiente, vino la redención. Y le di las gracias. A la distancia.

Una mujer muy sabia me dijo, mientras yo me ahogaba en sollozos, luego de una escena digna de Glenn Close: todo pasa por algo y para mejor. Parece frase sacada de un libro de Paulo Coelho, pero pucha que es cierta. Esa mujer me lo decía no para consolarme de la pérdida, sino para reflejarme que esos treinta y seis meses no fueron en vano. Todo lo que sufrí con Claus, así como todo lo que gocé, tiene su utilidad. Y su beneficio.

Y estoy mejor. Y puedo decir que todo pasa. Mi vida no ha sido una película de Disney (más bien, se asemeja a una comedia de Meg Ryan), pero nunca antes había sentido la pena, viva, en mi corazón. Nunca antes había pasado por la situación de querer morir, de quedarse dormido llorando y despertar llorando. Pero, ahora puedo decir que todo eso, toda la mierda, toda la locura, era la expulsión de todo lo que tenía dentro. Era una limpieza. Profunda. Con cloro y antigrasa. Estaba liberándome de toda la porquería que acumulé durante tres años, estaba dejando partir a la polola de sus sueños, para que entrara la mujer que yo quería ser. En eso estoy. Y mis soldaditos, parece, ganaron otra batalla. Pero no la guerra.

entrada de Revista Lúser a las 4:15 p. m.

2 comentarios:

Blogger Arturo Santanac ha dicho...

mucho me gusta este cuento
saludos

11/29/2006 5:36 p. m.  
Blogger + flai ha dicho...

buena buena.
y eso de manejar sentimientos el noventaporcientos de los casos pucha que es falso.

11/29/2006 8:38 p. m.  

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